viernes, 29 de julio de 2011

LA TIERRA NO PERTENECE AL HOMBRE





Por cosmovisiones como ésta, sigo creyendo que la riqueza y sabiduría milenaria de nuestros pueblos originarios, pueden salvar nuestro mundo del desastre al que parece llevarlo la globalización


LA TIERRA NO PERTENECE AL HOMBRE
Jefe Si’ahl-Seattle





En 1855, el Jefe Si’ahl, Seattle (anglización del nombre en lengua) de la tribu Suquamish-Duwamish del noroeste de los Estados Unidos, pronunció un discurso dirigido al hombre blanco, en respuesta a la oferta de compra de la tierra de los Duwamish que el presidente Franklin Pierce le había hecho llegar. El Jefe indio respon¬dió de una forma muy especial a la propuesta del presidente Pierce para crear una reserva india y acabar con los enfrentamientos entre indios y blancos. Suponía el despojo de las tie¬rras indias.


En ese año 1855 se firmó el tratado de Point Elliot, con el que se consumaba el despojo de las tierras a los nativos indios. Seattle, con su respuesta al presidente, creó el primer manifiesto en defensa del medio ambiente y la naturaleza que ha perdurado en el tiempo. El jefe indio murió el 7 de junio de 1866 a la edad de 80 años. Su memoria ha quedado en el tiempo y sus palabras continúan vigentes. “La declaración más hermosa y profunda que jamás se haya hecho sobre el medio ambiente”.



El Gran Jefe en Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras. El Gran Jefe nos en¬vía palabras; qué poca falta le hace, en cambio, nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomarse nuestras tierras. El Gran Jefe en Washington podrá confiar en lo que dice el jefe Sealth con la misma certeza con que nuestros herma¬nos blancos podrán confiar en la vuelta de las estacio¬nes. Mis palabras son inmutables como las estrellas.



¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? Dicha idea nos es descono¬cida. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿Cómo podrán ustedes comprarlos?



Deberán saber que cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y experiencia de un pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las me¬morias de los pieles rojas.



Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra natal cuando van a caminar entre las estrellas, en cam¬bio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bon¬dadosa tierra puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos per¬tenecemos a la misma familia.



Por todo ello, cuando el Gran Jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, es mucho lo que pide. También el Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que poda¬mos vivir cómodamente entre nosotros. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Mas ello no será fácil porque estas tierras son sagradas para nosotros.



El agua cristalina que corre por los ríos y arroyue¬los no es solamente agua, sino que también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tie¬rras, deben recordar que es sagrada, y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.



Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed; llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también los suyos, y por lo tanto, deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.



Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distin¬guir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus pa¬dres sin importarle. Despoja la tierra a sus hijos sin que le impor¬te. Tanto la tumba de sus padres, como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el fir¬mamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devora la tierra dejan¬do atrás sólo un desierto. No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena la vista del piel roja. Pero quizás sea así porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.



No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio dónde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o cómo aletean los insectos. Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido de la ciudad parece insultar nuestros oídos. Y ¿qué clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de la garza o la discusión nocturna de las ranas al borde de un estanque?



Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros pre¬ferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos. El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento; el animal, el árbol y el hombre, todos respira¬mos el mismo aire.



El hombre blanco parece no sentir el aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días, es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire nos es muy valioso, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abue¬los el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes de¬ben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.



Consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condi¬ción: el hombre blanco deberá tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.
Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las prade¬ras, muertos allí por el hombre blanco, que les disparó desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo el humean¬te caballo de vapor puede ser más importante que el búfalo al que nosotros matamos sólo para so¬brevivir.



¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre tam¬bién moriría de una gran soledad espiritual; porque todo lo que le sucede a los animales también le sucederá al hombre. Todo va en¬lazado.



Deben enseñarles a sus hi¬jos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. In-culquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes, a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos lo que nosotros hemos en¬señado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen al suelo, se escupen a sí mismos.



Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado.



Todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común.



Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya ve¬remos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Uste¬des pueden pensar ahora que Él les pertenece, tal como desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no podrá ser así. Él es el Dios de los hombres y su compa¬sión es igual para el piel roja y para el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para Él, causarle daño es mostrar desprecio hacia su creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminan sus lechos y una noche morirán ahogados en sus propios desperdicios.


Pero ustedes caminarán hacia su destrucción, ro¬deados de gloria, inspirados por la fuerza de Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese des¬tino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres, y se atiborra el pai¬saje de las verdes colinas con un enjambre de alambres parlantes. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia”.


Jefe Si’ahl

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